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CHINCHETAS EN EL MAPA

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Hola,

Qué poco tarda en pasar una semana. Ya estamos aquí otra vez. Hoy, como ya avancé el viernes pasado, quería dedicar la sección a un destino totalmente distinto a los dos anteriores, sobre todo al más reciente. Y es que las visitas que dejan huella no tienen por qué ser necesariamente a pueblos pequeños. Todo lo contrario; las grandes ciudades también pueden transmitir sensaciones más o menos especiales, aun a pesar de que se visiten decenas de veces. Por ello, y porque justo mañana se cumple un año de una de esas tomas de contacto especiales con una gran ciudad, la chincheta se pone hoy sobre...


MADRID
22 de noviembre de 2007



Imagen: Google Earth (versión disponible en noviembre de 2007)


Un madrugón nunca duele si es para realizar un viaje que apetece hacer. Aquella mañana debía estar en la estación de Villena antes de las 7.37, hora de parada del primer tren de Alicante hacia Madrid. No había dormido mucho, pero, como decía, sarna con gusto no pica y, además, llevaba algún tiempo esperando ese día. Me había inscrito en un congreso de Historia del PCE que se realizaba en la Universidad Complutense, y a él había presentado una comunicación sobre cómo se organizó el partido en el tardofranquismo y la transición a la democracia en mi comarca. Ir a Madrid era la ocasión de defender el trabajo realizado, pero también la oportunidad de darse unas pequeñas vacaciones.

Sin embargo, había algo más que hacía especial ese viaje. La coincidencia de la ciudad, las fechas e incluso el lugar de realización de ese congreso sobre el PCE daba pie a un encuentro que meses atrás no hubiera pensado que pudiera concertarse. Cabría preguntarse cómo surge la empatía con los demás o, como dice una añeja canción, qué materia nos une en un momento dado hacia otras personas. El caso es que cuando el despertador sonó a las 6.00 de aquel 22 de noviembre de 2007 no pensé que tenía una hora y media para ducharme, vestirme, meter las últimas cosas en la maleta y la bolsa de trabajo y recorrer los cerca de 30 kilómetros que separan mi pueblo de Villena. No. Pensé que quedaban cinco horas y media para las 11.30. ¿Y qué son cinco horas y media? Como aquel que dice, nada.

El tren paró puntual en Villena, al igual que en Almansa y Albacete, como puntual llegó a la madrileña estación de Atocha, poco antes de las 10.30. Esa especie de paraíso para los que nos gustan los trenes y la movilidad urbana. Gente que viene y va, megafonías que a cada minuto anuncian un cercanías con un destino distinto, trasiego, andares frenéticos hacia la rutina... Vivo en un núcleo urbano bastante grande, pero que no deja de ser un pueblo, y además apenas había montado en tren antes de cumplir los 18 pese a lo que ya me seducía ese medio de transporte. Supongo que por eso me fascina tanto ese estrés visual que supone bajarte en los andenes de Atocha y ser engullido al instante por esa marea humana que se dirige con rapidez hacia su cotidianeidad. Dejas de ser un individuo para convertirte en un elemento más de la maraña. Más que integrarte en el ritmo de la ciudad, te diluyes en él.

Atocha me volvió a producir una cierta sensación de satisfacción, de "ya estoy aquí", pero al mismo tiempo me era imposible disociar el lugar y el camino que seguía, desde los andenes hacia el vestíbulo, de esas imágenes que, los más afortunados, vimos sólo en televisión en marzo de 2004. Las veces que he visitado Madrid después de esa fecha me ha resultado inevitable el hacer un guiño a modo de saludo a la ciudad, como si quisiera decirle "yo también formo parte de ti". Porque si viviera en Madrid, sería uno de tantos miles de curritos para los que un tren de cercanías es casi como su segunda casa, a fuerza de utilizarlo. Igual que hacía en Barcelona para ir cada día a la universidad.

Pero lo que debía utilizar esa mañana de noviembre no era el cercanías, sino el metro, para ir hasta la Gran Vía. Embutido en el vagón, con la maleta y la bolsa a los pies y asido a una barra, observaba la curiosidad de que a mi lado fuera justamente una familia catalana, compuesta por una pareja y un niño. Hablaban bajito, como si supieran que junto a ellos iba alguien que se estaba enterando de toda la conversación... Aunque lo dudo, porque al llegar a la parada de Gran Vía y hacer yo un ademán de salida, el padre me dijo, con un asentorru delator y sonriendo: "Tranquilo, tranquilo, ya le abro yo". Otro quizá le hubiera dicho "gràcies", a modo de complicidad, pero yo preferí las "gracias", no tenía ganas de evidencias en ese momento. Y sí, me trató de usted... No se me notará que hablo catalán, pero que ya no tengo edad de carné joven, sí.

La salida al exterior supuso la toma definitiva de contacto con Madrid, y en plena plaza de Red de San Luis. Delante, la Gran Vía; al fondo, la calle Hortaleza, la que debía tomar. Camino de ese hostal cuyo nombre tanto evocaba a la familia con la que me había cruzado en el metro, y que tanto debo agradecer a un amigo que me recomendara una vez. Ya había pernoctado allí en un viaje anterior, y aún espero hacerlo en más ocasiones. Claro que ése no era el momento de dormir. Eran las 11 de la mañana, apenas media hora para el momento convenido. Maleta en la habitación, y bolsa de trabajo colgada al hombro camino de la Ciudad Universitaria.

En ese momento ya era un urbanita más, sorteando gente por la Gran Vía de Madrid a las 11 de la mañana con una bolsa-maletín de trabajo colgada al hombro. Quien la viera podría pensar que soy cardiólogo, puesto que el maletín anuncia un congreso sobre hipertensión que se realizó en Benidorm en 2003, aunque lo cierto es que me la dieron en la rueda de prensa de presentación de ese evento. Así que, confiando en que no hiciera falta un médico en ninguno de los lugares por los que pasara (por si acaso me confundían), me encaminé de nuevo hacia el metro, esta vez hacia la estación de Callao. Parada en el quiosco para comprar el periódico (que uno es fiel a la prensa de pago, que para algo le da de comer), y rumbo hacia los andenes de la línea 3.

Transbordo a la línea 6 en Moncloa, y otra parada más hasta Ciudad Universitaria. Al salir al exterior, el ambiente estaba bastante más despejado que en el centro de la ciudad. La mañana era totalmente soleada y fría, típica de noviembre. Esa luz de otoño invitaba a un cierto optimismo. Me dispuse a cubrir el pateo existente desde la boca del metro hasta la Facultad de Geografía e Historia, donde se celebraba el congreso y donde, casualmente, estudiaba la persona con la que me había citado. Tenía tiempo para ir, aunque tampoco sin entretenerme, sin prisas, observando la rutina del campus a unas horas de intensa vida como aquéllas.

Pasé frente al lugar donde pude haber estudiado y no lo hice, la Facultad de Ciencias de la Información. Siempre simpaticé mucho con mis vecinos del norte y el hecho de tener más de una lengua en común con ellos hizo que no me diera ningún miedo el conocerlos a partir de 1997... No obstante, tuve la oportunidad de conocer la facultad madrileña a comienzos de 2002, al poco de terminar la carrera, y la sensación de oscuridad que percibí me hizo pensar que Alejandro Amenábar iba muy bien encaminado cuando en su ópera prima Tesis la pintó como un lugar tan siniestro...

Me echaba a sonreír yo solo pensando en esto, caminando seguro hacia la Facultad de Geografía e Historia. Nunca había ido más allá de la Facultad de Ciencias de la Información, pero ya había mirado días atrás en un mapa el camino que debía seguir. La calma de la mañana soleada me invitaba a recordar el estribillo de la canción que Luz acababa de sacar por esos días: "Sé feliz, sé feliz...", mientras un gusanillo me recorría el estómago. Y no eran ni la falta de comer (estaba desde las 6.30 con un cortado y unas galletas), ni la hernia de hiato que padezco desde hace unos años. "¡Tío, que tienes ya 28 años!", me decía. "¿Y qué?", me respondía. Como si hubiera tenido 40; la empatía y la materia que nos une que decía antes no tienen edad.

Llegada por fin al vestículo de la Facultad de Geografía e Historia. No sabía a dónde ir, aunque no hacía falta, porque el punto de encuentro era ése. La consigna era realizar una llamada al llegar allí. El reloj daba más o menos las 11.35, una ligera falta de puntualidad excusable a mi juicio. El número ya estaba guardado en la agenda del móvil, pese a no haberlo marcado nunca antes. Al otro lado, sin embargo, la voz sonaba familiar; la había oído ya, aunque nunca se hubiera dirigido a mí. "Espérame ahí, voy enseguida". Instantes de expectación hasta que vi aparecer una inconfundible silueta, con un andar tan injustamente característico.

Sonrisa de satisfacción, fuerte apretón de manos e inmediata conversación. "¿Qué tal?", "Cansado por el madrugón, pero cuando es para cosas así como que da igual". Primera carcajada de la mañana y primera sensación de que valió mucho la pena el lanzarse a escribir un correo electrónico a una entidad para que lo recibiera una persona en concreto, sin saber si habría respuesta y, en su caso, cuál sería. Pero la respuesta, hacia las 11.35 del 22 de noviembre de 2007, estaba más que clara. "Vámonos a la cafetería y charlamos, ¿vale?"

Una cafetería universitaria situada en un semisótano, mal iluminada y llena casi hasta la bandera de gente que en una parte importante se expresa casi a chillidos, no es quizá el lugar más adecuado para una conversación entre dos personas que acaban de conocerse... Bueno, eso quizá sólo a priori, porque allí nos tiramos como hora y media, para después irnos a comer al centro de Madrid. Aquella mañana, con todos mis respetos, le dieron por saco a la historia del PCE, a la de CC OO, a la de los movimientos asociativos vecinales, a la persecución política de la dictadura, a Santiago Carrillo, a Marcelino Camacho, a los catedráticos llegados a Madrid desde universidades de toda España... Ya habría tiempo de todo eso a partir de la tarde.

En medio de aquella conversación en la cafetería universitaria saqué lo que era sin lugar a dudas la prueba de la empatía. La revista publicada cuatro meses atrás y que me hizo pensar sobre aquello que queda cuando se cierra una libreta o se apaga una grabadora, un micrófono o una cámara. El periodista se va a la redacción y cuenta la noticia en una página, una locución o una pieza televisiva, pero la realidad que ha tenido de frente sigue también su camino. Puede que a los pocos días lo que contó ya no merezca, según quién, ser calificado siquiera como noticia, interpretando que esos hechos ya han pasado. Sí, los hechos estarán ya pasados, puede que incluso olvidados, pero sus consecuencias siguen. Y tampoco está de más recordar que detrás de las cifras siempre hay historias individuales. Una revista que hojeé por puro azar en julio de 2007 se encargó de recordármelo, y de recordarme a mí mismo que soy periodista pero también lector de prensa, un lector que, como cualquier otro, puede sentirse identificado con lo que lee.

Hace ahora un año que anoté un nombre más a mi lista de amigos, y que pasé estupendos ratos con otras personas que ya llevaban más tiempo en esa lista, sin moverme de la misma ciudad. Madrid es desde hace unos años sinónimo de gente singular a la que visitar y con la que compartir grandes momentos de exaltación de la vida social, y que así siga siendo.

Pido nuevamente disculpas por el tochamen que he soltado, pero no quería dejar pasar la oportunidad de destacar esta chincheta sobre Madrid al cumplirse el primer año de este viaje. Para la semana próxima, intentaré no extenderme tanto. Pero eso será, si todo va bien, el viernes que viene, así que, por ahora...

Saludos y hasta la próxima.

21 de noviembre de 2008

2 comentarios:
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Patino dijo...
domingo, noviembre 23, 2008 12:34:00 p. m.  

El infierno, según muchos a los que he oído hablar de la capital -otros, como el maestro Pérez-Reverte, prefieren llamarla 'rompeolas de las Españas'- es lo que has descrito. Para nada según mi opinión, ya que es una ciudad que me encanta, y en la que, ¿por qué no reconocerlo? me encantaría vivir algún día.

Buen trabajo, Antonio.

Por cierto, la próxima visita a la Ciudad Universitaria, si te apuntas, la hago contigo. Eso sí, con una ineludible cita con La Central, sus gradas de piedra y un balón oval.

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Antonio dijo...
jueves, noviembre 27, 2008 1:19:00 a. m.  

No comprendo por qué Madrid ha de ser "el infierno"; lo de "rompeolas de las Españas" me parece más acertado, aunque prefiero obviarlo también. Ya que está en el centro de la Península, es preferible tomarlo como un punto de encuentro que no como un lugar que ejerce control. Siempre que he ido a Madrid lo he pasado de maravilla y, además, las ocasiones más recientes (últimos seis años) siempre han estado cargadas de ratos estupendos en magnífica compañía.

Muchas gracias por tu comentario y por el elogio al artículo, Patino. Me gusta especialmente que lo hayas leído y comentado, porque es una entrada que está escrita con más sentimiento que otras, dado su trasfondo. Así que no puedo más que reiterarte mi agradecimiento.

Saludos.

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