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CHINCHETAS EN EL MAPA

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Hola,

Un viernes más, aquí vuelvo, confiando en que alguien echará un vistazo a la sección aunque no deje constancia de ello. De todos modos, y aunque ya se sabe que, "mal de muchos, consuelo de tontos", observo que son más los que también parecen predicar en el desierto. En cualquier caso, mi cometido (y mi compromiso) es contar una batallita viajera cada viernes noche, y como no hay motivo alguno para incumplirlo, esta semana os invito a retrotraeros conmigo a


VÉLEZ RUBIO
4 de agosto de 1998



Nací y siempre he vivido en la villa alicantina de Ibi, pero mi historia sería distinta si mis padres no hubieran tomado la determinación de abandonar su tierra natal, en el norte de Almería, en el año 1971. Apenas 250 kilómetros separan ese lugar de donde ahora mismo escribo estas líneas, pero lo cierto es que mi relación con aquel territorio nunca ha sido muy intensa. Lo he visitado menos veces de las que yo quisiera, y casi nunca por más de dos o tres días seguidos. Las circunstancias lo han querido así. Nunca he renegado de mis orígenes, todo lo contrario, pero yo ya no nací almeriense, ni andaluz. Cuando he ido he sido poco menos que un turista, y el no contar con familiares y amigos de mi misma edad ha dificultado más las cosas. Lo cual no quita, no obstante, que siempre me haya fascinado aquel lugar, y que en los últimos años haya tratado de visitarlo de forma mucho más asidua.

El punto de inflexión, sin duda, fue el verano de 1998. Había terminado el primer curso de Periodismo, pero me había dejado para septiembre el trabajo de una asignatura de título un tanto chovinista, Història de Catalunya. Ese trabajo de curso consistía en contar la vida de una persona que tuviera más de 60 años, nacida en Cataluña o que llevara más de la mitad de su vida allí. Y una tía mía había emigrado a Barcelona en 1956, con lo cual, mi historia ya tenía protagonista.

Durante el curso me había inflado a hacer entrevistas a mi tía, y en verano aproveché para pasar una semana de vacaciones en el pueblo en el que habían nacido tanto ella como mi padre y el resto de esa rama de mi familia. Quería conocer de primera mano todos esos lugares de los que me había hablado y a los que hasta entonces no se me había ocurrido ir; ver los sitios que, varias décadas atrás, habían conformado su cotidianeidad. Y, sobre todo, captarlo todo en imágenes, que irían incluidas en el trabajo universitario.

Vélez Rubio es la capital de la comarca de Los Vélez, un enclave un tanto separado del resto de la provincia de Almería, casi un punto en medio de ninguna parte en el camino de Murcia a Granada. En la actualidad alcanza la no desprecidable cifra de 7.147 habitantes, casi un millar más que en el verano de 1998. Sin embargo, en 1950 los vecinos eran más de 10.000. Entonces era el inicio de la decadencia, el fin de una época de esplendor que aún se ve reflejada en las decenas de caserones señoriales de fachadas blancas o enladrilladas (que recuerdan un tanto al arte mudéjar), con grandes rejas, que salpican el casco antiguo.

Mi precaria cámara analógica, que ya por aquel entonces iba a duras penas, captó lugares de referencia como el Ayuntamiento y la imponente iglesia barroca de la Encarnación, ambos del siglo XVIII, situados frente a frente en la plaza principal. Recorrí también la Carrera del Mercado una mañana de sábado, repleta de puestos, tenderetes y, sobre todo, gente, pensando que de la misma forma la habría recorrido mi tía 45 o 50 años antes. Las mismas calles, plazas y edificios, sólo que modificados por el paso del tiempo.



Sin embargo, el recorrido más inexcusable ya lo había hecho cuatro días antes, el día 4 de agosto de 1998. Me pasé toda una tarde explorando caseríos y caminos de la llamada "Cortijada de Fuente Grande", el lugar exacto en el que se había desarrollado la vida de mi familia paterna hasta que cada cual empezó a tomar para un lado y allí no quedaron más que mis abuelos y una de mis tías. Cámara a cuestas, no me cansé de captar con el objetivo estampas como la de la casa familiar, la fuente que da nombre al lugar o edificios de referencia como la que fuera la escuela de la pedanía o la ermita que hacía las veces de parroquia.

Hubo temporadas en que mi familia paterna, como tantas otras, no tuvo más remedio que trabajar las tierras de un señorito en un cortijo (latifundista, frente a la minifundista cortijada, que es una pequeña agrupación de casas modestas con sus correspondientes porciones de tierra), situado a apenas un kilómetro de la casa familiar. Era y sigue siendo bien visible desde allí. Me acerqué y le eché unas cuantas fotos. Estaba en relativo buen estado, aunque cerrado. Las ventanas tenían una celosía metálica, del estilo tradicional por allí.



Me imaginé a mi padre dando sus primeros pasos tras ellas. Me acordé también del abuelo al que no conocí, muerto 11 años antes de que yo naciera; y de la abuela, que se fue para siempre una noche de enero de 1987 y que mi memoria sólo retiene como una ancianita arrugada y frágil, de salud herida. Pensé en mi hospitalaria tía del pueblo, siempre con una afable sonrisa en el rostro; pensé también en mi tía catalana, que siempre fue la imagen de ese familiar que vive en un lugar exótico y que, sin duda, supuso un condicionante a la hora de decidirme a marcharme a estudiar a Barcelona.

Los recuerdos se agolpaban en un atardecer de agosto, a medida que el ambiente se iba refrescando, recordándome que los 1.000 metros de altitud se sobrepasan con holgura en aquel lugar. Mi tío me esperaba en la casa familiar, donde ya había terminado de arreglar un poco la tierra y los cuatro animales que tenía por aquel entonces. Me fui de allí pensando que me había reencontrado con mis orígenes en cierto modo. Seguiría siendo un extraño, un visitante, un valenciano hijo de uno más de los tantos que se marcharon, desarraigado de aquel lugar, pero al menos con la noción de sentirse algo más vinculado con él.

Desde entonces he vuelto siempre que he podido, que no han sido muchas ocasiones y nunca por más de dos días seguidos. Eso sí, tratando de apurar cada visita. La última, la semana pasada. Volví a fotografiar los mismos rincones que había captado en 1998, para comprobar el efecto del paso del tiempo (terrible, en algún caso), y me volví a dejar fotografiar en el mismo rincón donde, en el verano de 1980, alguien me hizo una foto mientras una prima me sostenía en brazos. El primer testimonio gráfico de una relación indisoluble con un lugar.

Vista parcial de la Cortijada de Fuente Grande (Vélez Rubio), 4 de agosto de 1998 y 15 de enero de 2009

La chincheta está bien clavada, y así se mantendrá.

Saludos y hasta la próxima.

23 de enero de 2009

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