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El luchador

Muchos dirán que El luchador es una película en la que apenas ocurre nada, que es previsible y que su historia acerca del fracaso y la derrota ha sido contada hasta la saciedad, y probablemente sea así, pero pocas veces se ha hecho de una forma tan honesta. Los que quieran disfrutar de una película sobre la épica de la lucha libre, será mejor que se abstengan de verla. No es ésta una cinta sobre tan popular "deporte", aunque en su primera media hora se muestre en todo su esplendor, crudeza y miseria, y es que si bien es de sobra conocida la farsa que representa, el hecho de que todo esté amañado y coreografiado no resta profundidad a las heridas, tanto físicas como emocionales. Es fuera del cuadrilatero donde estos gladiadores libran su batalla definitiva: contra los dolores de espalda, la adicción a las drogas, los barbitúricos, la morfina, los infartos de miocardio, las perdidas súbitas de memoria, las deudas..., pero sobre todo contra el olvido.

El luchador no habría sido posible sin Mickey Rourke. Pocas veces se asiste a una mímesis entre actor y personaje tan exacta como ésta. Lo que hace Rourke (que el domingo ganará el Oscar con todo merecimiento) está mucho más allá del elogio. Es lo más parecido a no actuar en absoluto. Quizá porque su rostro, arrasado por su afición al boxeo (que practicó de forma cuasi-profesional en los años 90), el bótox y la cirujía, sea la viva imagen de la derrota y el deseo por volver a la cima, quizá porque él sepa mejor que nadie lo que supone acariciar el cielo para acto seguido descendender al infierno y como en el segundo el calor es mucho más intenso cuando se ha conocido el primero. Pero lo mismo se puede decir de una fantástica Marisa Tomei (que también merece el Oscar, pero se lo llevará injustamente Penélope Cruz), que desborda encanto y amargura en las mismas dosis en su papel de streaper que ya puede adivinar su ocaso ante el empuje de las nuevas generaciones. Los dos se han equivocado una y otra vez, han tirado sus vidas a la basura y los dos despiertan una ternura infinita en el público, al menos en quien esto escribe. Es ésta una historia sobre la dignidad del perdedor, sobre como las personas no saben quienes son realmente y cual es su valor hasta que no han tocado fondo.

El luchador, que está rodada con una sencillez insólita para un realizador tan ególatra y acostumbrado a volcar toda su vanidad en sus películas como es Darren Aronofsky (Pi, Requiem por un sueño, La fuente de la vida), duele desde el primer al último fotograma, y cuando termina y la pantalla funde a negro, justo antes de que aparezcan los créditos y con ellos el extraordinario tema que Bruce Springsteen ha compuesto para la ocasión, el espectador se siente de alguna forma distinto, desolado y aliviado al mismo tiempo, lacerado y sanado, humillado y redimido. Y si el efecto de esta película es tan perturbador y emotivo y se siente de una forma tan personal es porque habla de algo tan inevitable como la propia muerte, la decadencia y su intrínseca nostalgia, y porque a pesar de su apariencia melancólica no podría ser más optimista. El luchador no aporta nada al lenguaje cinematográfico ni a la historia del cine. Nunca será una película de culto como son las anteriores y muy inferiores obras de su autor, pero sí demuestra algo esencial: que no son necesarios grandes presupuestos, ni siquiera grandes ideas para hacer una Obra Maestra, tan solo ser honesto.

Por cierto. Es imprescindible ver El luchador en versión original si se quiere disfrutar de ella en plenitud. En otras película no importan tanto, pero en este caso sí. De modo que os animo a no ir al cine a verla, donde sólo se puede encontrar en versión doblada, y sí descargarla a través de Internet.

Lo mejor: las interpretaciones de Mickey Rourke y Marisa Tomei (aunque Evan Rachel Wood está también genial), la discrección de Aronofsky en la dirección y su honestidad.
Lo peor: quizá que no sorprenda, pero eso no es necesariamente malo.



La película que recomiendo esta semana llega de Corea del Sur. Esta dirigida por el cineasta más afamada de ese pais y uno de los más prestigiosos de oriente. Se trata de Kim Ki-Duk, un tipo dotado de una sensibilidad muy especial y muy alejada de a lo que está acostumbrado el público occidental. La que os recomiendo hoy es su mejor película, aunque tampoco conviene olvidar otras tan magníficas como La isla (No confundir con la horrorosa cinta de Michael Bay) o Samaritan girl.

Hierro 3 (2004)

Tae-suk es un indigente, pero no vive en la calle ni en ningún albergue para sin techo, entra en las casas cuando sabe que sus dueños no se encuentran allí porque han salido unos días de vacaciones. Pero Tae-suk no es un ocupa corriente. Paga la hospitalidad de sus involuntarios huespedes haciendoles la colada o reparando algún aparato que esté averiado. Después de unos días y antes de que los dueños vuelvan, se marcha y ocupa otra vivienda. Pero en una de estas casas conocerá a una de sus habitantes, una chica que vive atemorizado por su rico marido, que la maltrata abocandola a vivir encerrada en esa casa. Tae-suk se enamora de ella perdidamente, pero antes deberá hacer frente a tan perverso marido.

Hierro 3 es la película más absorvente y extraña de Kim Ki-Duk. Como en casi todas sus obras apenas hay diálogos. El indigente de Hierro 3 es mudo, bien porque no puede o porque no quiere hablar (algo que ocurre con casi todas las películas del director coreano). La película no lo revela y poco importa. David Mamet, uno de los mejores dramaturgos y guionista norteamericanos, dice que un buen guión es el que no necesita diálogos, y esa es una tesis que Kim Ki-Duk aplica a casi todas sus películas. Son los pequeños gestos los que describen a los personajes y sus sentimientos, y de forma casi milagrosa estos quedan mucho mejor expresados que si se usaran palabras. No es un cine apto para todos los públicos, muchos lo encontraran aburrido y pedante, pero merece la pena ver algo de este director para ver una sensibilidad, la oriental, tan distante de la nuestra, pero a la vez fascinante. Os dejo el trailer.

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