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LA MÁQUINA DEL TIEMPO

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JAMAR, ENGULLIR, TRAGAR: TODO UN PASATIEMPO PATRICIO

El considerado “verdadero Pueblo Romano”, los llamados Patres o los denominados Patricios. La clase política romana por excelencia, los Patricii, configuraban la élite aristocrática romana, la nobleza vinculada a la herencia. Ellos poseían las tierras, ellos eran los únicos ciudadanos romanos, los que gozaban de privilegios y los destinados a dirigir la política del Imperio. Pese a su extrema finura, eran los encargados de la Legión, los que daban cuerpo al ejército de Roma.
Eran los descendientes de las familias más antiguas de la capital y por eso se definían como romanos de pura cepa. Tenían pues asegurados, además del ejército y la política, el poder económico y religioso. También eran muy conocidos por los grandes festines que, como si de bodas se tratasen, se metían entre pecho y espalda para darle el gustazo al cuerpo, dedicado la mayor parte del tiempo a celebrar fiestas y banquetes. De todos modos, a estos oligarcas, no les hacía falta la compañía de nadie para llenar su mesa de todo tipo de comidas, aunque eran sus preferidos los que se desarrollaban en compañía de otros compañeros de poder.

El interminable tablero donde se desplegaban las fuentes repletas de alimentos estaba rodeado por tres de sus lados, ya que uno era para servir. Pero de sillas nada. Solían ser grandes bancos de piedra o de madera cubiertos totalmente por un gran número de cojines que hacían más placentera si cabe las trescientas cenas en una que engullían estos maestros del despilfarro.
El mappa cubría la mesa (seguro que no era un ule cualquiera), con su salinum, entonces feliz sin autoridades sanitarias, el vino de la tierra y los platos de cerámica (aunque se han descubierto varios ejemplares de bronce y cristal) rodeados por los supelectilles , lo que vienen siendo los cubiertos, que los usaba aquel que no conocía el arte de comer con las manos. No entiendo por que se les llama cerdos a los que lo hacen, con la libertad y practicidad que se respira con unas manos grasientas...
Cual cuchillo de carnicero, el culter era la herramienta que lo cortaba todo, no como esas mierdas que venden en la teletienda.

Se recostaban en los sofás previa limpieza de los pies a veces realizada por los esclavos, aun siendo invitados; conspiraban todo lo que podían y más y fanfarroneaban hasta decir basta.
A partir de ahí comenzaba el período de tiempo en el que los comensales notan una cierta inquietud por cuando empezarán a tragar todo lo que puedan; es como el mal rato que pasamos antes del banquete de la boda del primo esperando los putos langostinos, que parece que los han ido a pescar a Terranova.
Se bendecía pues la tonelada de comida ofreciendo parte de esta a los Lares, las divinidades de la casa. Después se pasaba al acto del Salutatiu, por cortesía de los anfitriones y dirigida a los invitados. Finalmente antes de hincar el diente se pasaba en ocasiones a un brindis deseando la felicidad de los comensales.

Era costumbre que los sirvientes, antes de pasar a los platos fuertes del banquete, ofreciesen para abrir boca un vaso de vino y unos huevos de codorniz. Ahora con unas patatas de la marca del super vamos que ardemos.
Se solía llevar un orden de platos a la hora de comer, pero como todos os imaginareis, se podía rechazar tranquilamente y seguir con otra cosa, que por falta de alimentos no sería. Auténticos manjares de época, se servían lirones acompañados de una salsa compuesta por semillas de adormidera, salchichas, aceitunas, ciruelas y granadas. Lo que no tiene desperdicio son las liebres con ubres de cerda, plato arrebañado por los solterones. El caso es que se lo curraban. Colocaban en una gran bandeja una jabalí recostada amamantando a sus crías hechas de mazapán. En cada cuerno había una cesta repleta de dátiles. Y eso, aprovechando que no había tele ni abuelos repitiendo “lo dicen los médicos”, el colesterol no era un problema para que el siguiente plato fuese un cerdo, con su grasa y sus calorías, relleno de (no, no es una cámara oculta) morcillas y salchichas. Y todo lo que estoy diciendo lo acompañaban con un buen pedazo de pan y cantidades ingentes de vino de la tierra. Era coña ya el servir entre plato y plato exquisitas golosinas todas ellas bañadas por un buen vino.
El arte del engullimiento continuaba con algo más flojo en grasas, algo ya pequeño para ellos: una ternera cocida. Esto hacía las veces de sorbete de limón, lo único que de carne se pasaba a más carne. Esta vez de ave. El penúltimo y último plato se componían de tordos y gansos respectivamente, el primero relleno de pasas y nueces y el segundo rodeado de más tipos de aves y...adivinad...sí, más trozos se cerdo.

¿Qué cuál era el truco? Dentro de que las tragaderas de los paisanos no tenían límite, se convertían durante esos banquetes en auténticos bulímicos. Los más glotones, esos que dejaban a un pueblo sin ropa por hacerse ellos un vestido, se dedicaban a vomitar lo que ya habían degustado para seguir manos a la obra. Séneca, conocido por tierras hispanas, afirmó: “vomitaban para comer y comían para vomitar y no querían perder el tiempo en digerir los alimentos traídos de todas partes del mundo”. Todo, vuelvo a repetir, acompañado por litros y litros de vino. Vamos, que de lo que pasara después ya no se hacían responsables (nació el deporte de ver quién tenía más hijos bastardos).

La clase patricia, pese a estos (no puedo decir otra cosa) acojonantes banquetes, solía mantenerse en buena condición física (siempre estaba el tragón de turno que por no moverse ni saludaba). Primero, gracias a su gran afición al deporte y a su actividad en la legión. Segundo debido a la práctica de esa “bulimia provocada”. Así que, he aquí, karny os ha descubierto, metrosexuales y metrosexualas, que podéis tragar todo lo que queráis si hacéis una vida a la patricia. A mi, por lo menos, no me dan envida...ejem...





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