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Antes de comenzar la crítica de esta semana debo señalar que hay dos películas tan recomendables o incluso más que la que protagonizará la sección de hoy. La primera de ellas es la fascinante cinta de terror sueca Déjame entrar, retrato del romance infantil entre un niño “corriente” y una niña vampiro, que puede sonar a Crepúsculo, pero que en realidad es una de las historias más fascinantes, turbias y absorbentes de los últimos años. No obstante, muchos críticos la han definido con mucha razón como la mejor película de terror de la década. La segunda es igual de fascinante, pero en el sentido contrario, por su luminosidad, por ser uno de los más apasionados cantos a la vida que recuerdo. Hablo del documental Man On Wire, historia del funambulista francés Philippe Petit, autor del considerado "crimen artístico del siglo XX". Éste no fue otro que cruzar haciendo equilibrios sobre un cable de una torre gemela a otra en 1974. Podría escrbir una crítica de una de estas dos magníficas películas pero he optado por otra por una sencilla razón: este blog se llama diario de periodismo, y la película de la que os hablaré hoy es un thriller periodístico, y no uno como la infame, de aún más infame prestigio, Todos los hombres del Presidente, sino un verdadero thriller periodístico.

La sombra del poder

La nueva pelicula del escocés Kevin Macdonald, experto documentalista que debutó hace tres años en el largometraje de ficción con el entretenido, pero finalmente superficial e intrascendente El último rey de Escocia, relato del estrafalario y terrible dictador de Uganda Idi Amin, da la mano a los quizá dos oficios más denostados que existen en la actualidad, la política y el periodismo. Macdonald y sus guionistas construyen una compleja trama que disecciona los finos tentáculos del poder, su intrincada maraña de intrigas, su rendida pleitesía a los intereses de las grandes empresas disfrazada de servicio al ciudadano. Y es que el mundo que describe Macdonald no podría ser más real. Es éste el mundo de las altas esferas, el ferozmente capitalizado que amenaza con hacer eso mismo con la seguridad nacional e internacional al dejarla en manos de las empresas privadas. En el mundo real muchas de las atrocidades perpetradas en Irak o Afganistan no son cometidos por soldados del ejército sino por miembros de empresas privadas, contratistas del Departamento de Defensa formadas por militares retirados y en muchos casos con antecedentes psiquiátricos. En el futuro esas contratistas podrían hacerse con la seguridad también en territorio americano. Estados Unidos amenaza con privatizar, tal y como ocurre desde siempre con la sanidad, la seguridad de sus ciudadanos. Pero si esta advertencia es uno de los pilares de esta película, no lo es menos su brillante análisis de la situación del periodismo y más concretamente del periodismo impreso, y de cómo éste ya está íntimamente ligado a los mismos intereses antes citados. 

En este sentido La sombra del poder se revela como un honesto homenaje a una forma de hacer periodismo y a un profesional de esta forma de comunicación que está a punto de extinguirse, aniquilado por el voraz avance de Internet y sus blogs, exterminado por el consumo rápido, el gusto por lo sensacionalista, por el affaire amoroso del político más que por las leyes que ha respaldado. La sombra del poder supone la despedida definitiva al diario impreso a la vez que la reivindicación más enérgica de una forma de hacer periodismo comprometido y responsable  a la vez que peligrosa (y es que el periodismo sólo es peligroso cuando se hace bien). En ese sentido el siempre formidable Russell Crowe encarna a un héroe de otros tiempos, un incansable buscador de la verdad cuyo susurro de desesperación pronto será ahogado por los gritos del último rumor propagado por la red, cuya mirada reflexiva y sosegada de las cosas pronto será enturbiada por la acuciante necesidad de la primicia y de anticiparse a la competencia. La sombra del poder dibuja el futuro más oscuro imaginable para el periodismo, un futuro en el que el valor de la prensa no tendrá nada que ver con el número de políticos corruptos derribados, ni con la denuncia, ni con la verdad, sino con el número de usuarios de la edición Web, un futuro en el que las redacciones tradicionales serán estrechadas progresivamente hasta su desintegración, ocupadas por trasnochados gordinflones de barba descuidada que duermen sobre sus teclados y sueñan con los tiempos en los que la prensa era el cuarto poder para alguien más que para un político adultero.

Para el resto, es decir los que no son periodista, o estudiantes de periodismo, o para los que no les importa una mierda nada, podrán disfrutar de un thriller modélico con algún subrayado innecesario para hacer más digerible una trama que nunca deja de complicarse y que depara más de un giro de guión imprevisible y nunca gratuito. Es La sombra del poder uno de los mejores thriller con implicaciones políticas y económicas que recuerdo, quizá el mejor desde que Michael Mann rodará también con Russell Crowe de protagonista esa Obra Maestra llamada El dilema. Hasta un felizmente recuperado Ben Affleck brilla en el papel del político comprometido vencido por las circunstancias y el descrédito. Frenético, sorprendente, adulto e inteligente desde el primer al último minuto. Así es esta cinta hecha para toda persona con conciencia. Para los periodistas o para quienes quieran serlo, debería ser desde ya su película de cabecera, y la película a la que deberían acudir como si de una prescripción médica se tratara cuando lleguen los nubarrones.

Lo mejor: todo, desde las interpretaciones de todo su reparto, incluídos secundarios excelentes como Helen Mirren, Robin Wright Penn, Jason Bateman o Rachel McAdams, pasando por su una dirección agil y un guión muy calculado y siempre imprevisible, y terminando por sus importantes implicaciones en el mundo real.

Lo peor: Algún subrayado de más en la explicación de la trama, pero nada relevante.

 

La película que recomiendo hoy es de un director que a casi nadie gusta. Se trata de uno de los creadores de uno de los movimientos cinematográficos más radicales de los últimos años. Venido de Dinamarca, el movimiento Dogma supone una ruptura absoluta con casi todas las reglas del séptimo arte: nada de música, nada de iluminación artificial... En definitiva, el cine dogma pretende la eliminación de todo artificio, de cualquier elemento que pueda manipular al espectador de cualquier forma que no sea a través de la historia. Esto se llevó a cabo hasta las últimas consecuencia en la trilogía sobre la historia de Estados Unidos que dio inició con Dogville, continuó con Manderlay y finalizará este mismo año con Washington. En ellas Von Trier suprimió cualquier escenografía hasta el punto de convertir las casas en meras líneas dibujadas sobre el suelo. La película que os recomiendo esta semana no llega hasta ese punto aunque sí reune el resto de características del cine dogma, a la vez que pone de relieve otra de Von Trier por la que ha sido criticado hasta la sociedad: su obsesión por "torturar" a los personajes femeninos, algo que también queda muy patente en su película más famosa, que no la mejor, Bailar en la oscuridad.

Rompiendo las olas (1996)

Años 70 en una pequeña localidad costera de Escocia marcada por el puritarsimo y la religión. Bess, una ingenua joven se enamora de Jan, el desenfadado trabajador de una plataforma petrolífera. Se casan. Todo es perfecto hasta que él tiene un accidente laboral. A su regreso el anteriormenete fogoso Jan es un hombre impedido condenado a vivir postrado a una cama de por vida. Él ya no puede difrutar del sexo, o al menos no de la misma forma. Pero ella sí...

No contaré más de esta película que ilustra uno de los actos de amor más terribles que se han visto en una pantalla de cine. Von Trier asfixia al espectador con este drama (no encontraréis en su cine ni una pizca de comedia salvo en El jefe de todo esto) radical que se siente como un puñetazo en el estómago, que pone a prueba en todo momento no sólo la sensibilidad del espectador sino también su ética, su concepto del amor y muchas otras cosas. No diré nada más Vedla, os arrepentiréis, pero vedla.


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