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El vuelo de la gaviota

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Genialmente cuerdo

Ciertamente, hay temas esta semana que me habrían dado mucho más juego a la hora de escribir la parrafada nuestra de cada domingo. Pero no ocurre todos los días que una mente tan privilegiada abandone el club de los vivos para irse allá donde las mentes privilegiadas vayan una vez mueren.

Sí, os hablo de Robert James Fischer. Por su nombre, apellido aparte, pocos le conocerían hasta esta semana. Pero seguro que si os hablo de Bobby Fischer ya sabéis a quien me refiero. Al que muchos consideran como mejor ajedrecista de la Historia, con permiso de Kasparov, Karpov y demás genios del tablero de 64 escaques.

No sé jugar al ajedrez, y las pocas veces que he tratado de aprender, he acabado harto del tablero blanco y negro y de la dificultad de las jugadas. Es más, poco más sé aparte de que el salto del caballo es el nombre del estadio del Toledo y que tiene forma de L –el salto, no el estadio- y que los peones van poco a poco, de una en una. A partir de ahí, me pierdo.

También ignoro si habrá habido alguna competición deportiva que haya levantado tanta expectación en el mundo como la partida de 1972 entre Spasski y Fischer. No me sirven los Mundiales de fútbol, vistos en cada edición por millones de personas, porque esos son más largos, y el fútbol, salvo excepciones, siempre suele ser más vistoso que el ajedrez. Pero, más allá de lo puramente deportivo, nadie podrá negar que era un combate, que no partida, entre los dos bloques mundiales. Y Fischer, tras intentos de fuga y denuncias de espionaje del KGB sobre su juego, ganó.

¿El principio del fin? Puede que así lo fuese. El ganar con 15 años el campeonato nacional de los EEUU hizo que rompiese relaciones con su madre, de la que no quiso saber nada. Proclamarse campeón del mundo le hizo desaparecer. Y luchar contra el mundo. De todos es sabido que sólo apareció de nuevo en 1992 en Belgrado para volver a jugar contra Spasski, lo que le valió la ira del gobierno de Bush padre. Fugitivo desde entonces, ha muerto en Islandia con sus cuentas aún congeladas por ese hecho.

El cociente intelectual de Bobby Fischer era de 184. Eso implica que superaba a gente como Einstein. Por ello, no podemos considerar a Fischer como un loco. En absoluto. Nada más lejos de la realidad. Que tu mente sea aún más avanzada que la del padre de la Teoría de la Relatividad consigue dos cosas: una, que seas un privilegiado. Otra, que la locura no te pueda afectar.

Rebelde contra el mundo, contra su pasado y terrible enemigo de sus enemigos, Fischer, hijo de madre judía y de padre comunista, hizo del anticomunismo su bandera, y renegó totalmente del pueblo hebreo, llegando a negar el Holocausto. No creo que en su fuero interno así lo pensara, pero la rebeldía que mostró se encontraba por delante de la lógica. Al menos de nuestra lógica.

Quien haya visto por primera vez fotos de Fischer ahora que ha muerto, con esa barba tremendamente desaliñada, unos ojos que apenas conservaban el color que tuvieron en su día y una piel llena de manchas, pensarán que es la foto de un pordiosero cualquiera. Con la diferencia de que este pordiosero se dedicaba a jugar al ajedrez. Algo que, según dicen, aún hacía desde su ordenador vía Internet, sin darse jamás a conocer como el mejor jugador de la Historia.

Señor Fischer, descanse en paz.

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